Hoy, por fin, voy a salir del armario. Ya estoy harta. He meditado mucho esta decisión. Sé que a partir de ahora, mucha gente me va a mirar raro. Otros me marginarán. Más de uno me llamará loca, insensata, falta de inteligencia. Seguro que habrá comentarios del tipo: «mírala, ella que parecía una chica tan normal». No creo que salga en la tele, pero si lo hiciera, mis vecinos dirían al reportero de turno: «siempre saludaba, era una joven muy amable». Habrá quien piense que estoy influenciada por malas compañías. Que me ha atrapado una secta. Que alguna droga me ha dañado el cerebro. Que algún alienígena me ha abducido. Que me afecta la crisis. Que me he dado un golpe en la cabeza. Que tal vez he comido la soja contaminada que tan de moda estuvo no hace mucho.
Habrá amigos o conocidos que se sorprendan. Pensarán: ¿cómo no me he dado cuenta?, esas cosas se notan, todos los que son como ella lo van pregonando, con mil distintivos encima para que se les reconozca. Puede que hasta haya quien se indigne por no haberle hecho partícipe de tal cosa, no vaya a ser que luego lo relacionen con alguien tan chungo como yo…
Porque no sé si os habéis dado cuenta, pero yo soy una persona chunguísima. Tan chunga, pero tanto, tanto, tanto, tanto, que he decidido voluntariamente ser católica! Sí, señores. Soy uno de esos seres terroríficos que creen en Dios. Esos que son un peligro para la humanidad, para la sociedad, para la galaxia, y hasta para el cambio climático si me apuráis… Y es que además, yo no tengo disculpa. Porque aunque mis padres me bautizaron sin consultarme, aunque luego recibí la comunión perfectamente concienciada de lo que significa e incluso llegué a confirmarme (aquí un poco menos concienciada, todo hay que decirlo), durante años abandoné el catolicismo. Crisis de fe, que queda muy bonito así dicho. Pérdida de gente a la que quería con toda mi alma. Y rachas de mala gente que no dejaba de entrar y salir de mi vida. Me pasé por el forro todas las normas de mi religión. Y seguí el camino que «molaba». Me hice progre, moderna, mujer de hoy en día. Abandoné todas mis creencias sin mirar atrás. Viví como se suponía que tenía que hacerlo alguien de hoy en día, perfectamente integrado en la sociedad, con una inteligencia mínima. Pero he aquí, que me harté de ser tan progre, moderna, y mujer actual. Y la fuerza oscura me atrajo de nuevo, tiró de mi, me sedujo con sus cantos de sirena. Y yo me resistí. Me hice la loca, miraba hacia otro lado. Pero nada, no había manera. Y un día, sucumbí: recé. Pedí a Dios que me ayudara. «Esto no se puede repetir», me dije. Pero recaí. Volví a rezar. Pedí a Dios que ayudara a alguien a quien yo no podía ayudar. «Esto ya pasa de castaño oscuro», pensé. Ni una vez más. Peeeeeeeero… un buen día se me ocurrió acompañar a misa a un amigo católico, de esos masoquistas, de los que llevan toda la vida siendo católicos, estudiando en colegios católicos, rezando a diario. De esos más chungos incluso que yo. Ese domingo en misa, ya fue el remate. Ya no tuve fuerzas para resistirme más. Y aunque durante la lectura del Evangelio, donde se contaba que los pescadores echaron las redes y sacaron más y más peces, no dejaba de preguntarme si esos peces serían xardas (que es, como todo el mundo sabe, el pescado más rico del mundo mundial), cuando llegó la hora de arrodillarme me arrodillé, y recé, y le pedí cosas a Dios. Y dije: «la he cagado». Porque si ya nadie entiende que uno sea católico, que mucha gente es algo que arrastra consigo mismo por inercia, a ver cómo explico yo ahora que lo he escogido voluntariamente.
Desde entonces, cada vez que se me ha ocurrido decir que soy católica, he tenido que escuchar de todo. Insultos, por supuesto. Discursos intentando convencerme de que mis creencias y mi Fe no tienen sentido. Diatribas sobre la no existencia de Dios. Peroratas sobre la mala influencia que la gente como yo ejercemos sobre el mundo. Pero sobre todo, he tenido que ver falta de respeto. Yo he respetado siempre, incluso cuando me pasé el catolicismo por el forro, que otros creyeran. Porque vivimos en un país donde tal cosa está recogida, incluso, en la Constitución. Pero parece ser que las cosas no son así: yo tengo que respetar a los que no creen. Pero los que no creen, no me respetan a mi. Yo no trato de convencer a nadie para que sea católico, pero sería multimillonaria si me dieran un euro por cada vez que me he visto en la situación contraria. Y me toca mucho los huevos que no me respeten. Por que es mi elección, mi decisión, y mi Fe. Y yo, conmigo misma, hago lo que me da la gana. Incluso ir a misa todos los domingos. Y a veces, aunque no sea domingo (aunque yo creo que esto último, ya es vicio…)