Angelines

Angelines
Photo by Pierre Bamin / Unsplash

Otro trabajo del Taller de Escritura del CBA. En este caso teníamos que describir a un personaje, pero no a uno conocido, sino alguien inventado o que hubiéramos visto por primera vez en la calle. Tirando de humor y de los tópicos sobre bibliotecarias, describí a Angelines.

Angelines me mira por encima de sus gafas progresivas, que seguramente están mal graduadas, porque de lo contrario no tiene explicación que las lleve siempre apoyadas en la punta de la nariz. Frunce el ceño en un gesto calculado cuando dejo el libro para devolver encima del mostrador. Ese simple gesto hace que me tiemblen las piernas. Para variar. Y eso que la conozco desde que tenía tres años y mi madre me hizo el carnet de la biblioteca.

En veinte años poco ha cambiado. Es una mujer a una rebeca de punto, hecha a mano, pegada. Da igual si es verano o invierno, la prenda siempre descansa sobre sus hombros, el primer botón abrochado para evitar que se resbale, convirtiéndola así en una especie de capa de súper-héroe malvado. Mi madre siempre dice que ya nació con el pelo blanco y es probable también que con el moño puesto. Ese recogido tirante, plagado de horquillas, del que jamás un pelo rebelde ha osado escapar de su sitio. Gracias al efecto de su peinado, tiene la piel tirante en las sienes, tanto que su sola visión provoca dolor de cabeza. De hacerlo un poco más tirante, tal vez desaparecerían las patas de avestruz, que no de gallo, que nacen en el rabillo de sus ojos.

Angelines tiene la voz cascada, rota y áspera, producto seguramente del sempiterno Ducados que vive milagrosamente sujeto a su labio inferior sin que haga amago de caerse, ni siquiera en los momentos de rapapolvos épicos y enfurecidos a los usuarios de la biblioteca. Porque sí, Angelines fuma en la biblioteca, en contra de todas las leyes humanas y de sentido común que rigen el universo. Pese a quien le pese.

Las tiernas criaturas que pisan la biblioteca por primera vez, no dejan de asustarse ante sus garras de uñas afiladas, pellejos enjutos pegados a sus huesos, temerosos de su posible conversión en armas letales a causa de la mala leche de su dueña.

Angelines recoge mi libro, “Ciudad en llamas”, de un autor de nombre impronunciable para ella, que como dice la leyenda urbana que circula sobre su persona, fue compañera de pupitre de Góngora y Quevedo, y no ve mundo más allá de ese siglo. Carraspea mientras sus ojitos severos y achinados, de un color fluctuante entre el gris y el verde, me miran fijamente.

– ¿Vas a llevarte otro? – pregunta

– No – respondo con la boquita pequeña.

– Pues entonces, largo.

Y me voy, sin hacer ruido, mientras ella vuelve a su trabajo preferido: calcetar rebequitas a la vez que asusta a pobres usuarios indefensos.