Gil de Biedma. Exorcizando viejos demonios.

Gil de Biedma. Exorcizando viejos demonios.
Gil de Biedma con sus perros

Será la edad. Seré yo. Quién sabe. Nunca hasta ahora me había parado a pensar tanto en la vida. En el por qué. En el destino. En la irracionalidad. Hace ya una temporada que voy dando carpetazo a muchas cosas.  Pienso en ellas: en por qué llegué a vivirlas, en cómo las viví, de qué me sirvieron, qué lección puedo aprender de todo ello, y las guardo. Lejos. Pero cerca también.  Para recordar aquello que me ha hecho como soy.

Hace dos días que se ha celebrado el Día Mundial de la Poesía. Cuánto tiempo que no escribía poesía… Hay quién escribe cuando está derrotado. Sufriendo. Lleno de dolor o de angustia. Yo, al revés del mundo (para variar), necesito estar bien para escribir. Y ya había perdido la costumbre.

Y aunque he vuelto a escribir, hoy, sin embargo,  subo al blog para celebrar el Día Mundial de la Poesía al gran Gil de Biedma. Un poeta que odié en COU (básicamente porque había que estudiarlo a toda prisa, al final de curso), al que luego decidí conocer por mi cuenta y al que finalmente admiro, porque cuando uno lo conoce, no lo queda otro remedio…

Esta poesía me ha traído algún disgusto. Hoy está aquí para dar carpetazo al disgusto. Y porque a fin de cuentas, Jaime, no tiene la culpa de nada.

CONTRA JAIME GIL DE BIEDMA

De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso,
dejar atrás un sótano más negro
que mi reputación —y ya es decir—,
poner visillos blancos
y tomar criada,
renunciar a la vida de bohemio,
si vienes luego tú, pelmazo,
embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes,
zángano de colemena, inútil, cacaseno,
con tus manos lavadas,
a comer en mi plato y a ensuciar la casa?

Te acompañan las barras de los bares
últimos de la noche, los chulos, las floristas,
las calles muertas de la madrugada
y los ascensores de luz amarilla
cuando llegas, borracho,
y te paras a verte en el espejo
la cara destruida,
con ojos todavía violentos
que no quieres cerrar. Y si te increpo,
te ríes, me recuerdas el pasado
y dices que envejezco.

Podría recordarte que ya no tienes gracia.
Que tu estilo casual y que tu desenfado
resultan truculentos
cuando se tienen más de treinta años,
y que tu encantadora
sonrisa de muchacho soñoliento
—seguro de gustar— es un resto penoso,
un intento patético.
Mientras que tú me miras con tus ojos
de verdadero huérfano, y me lloras
y me prometes ya no hacerlo.

Si no fueses tan puta!
Y si yo supiese, hace ya tiempo,
que tú eres fuerte cuando yo soy débil
y que eres débil cuando me enfurezco…
De tus regresos guardo una impresión confusa
de pánico, de pena y descontento,
y la desesperanza
y la impaciencia y el resentimiento
de volver a sufrir, otra vez más,
la humillación imperdonable
de la excesiva intimidad.

A duras penas te llevaré a la cama,
como quien va al infierno
para dormir contigo.
Muriendo a cada paso de impotencia,
tropezando con muebles
a tientas, cruzaremos el piso
torpemente abrazados, vacilando
de alcohol y de sollozos reprimidos.
Oh innoble servidumbre de amar seres humanos,
y la más innoble
que es amarse a sí mismo!