Abuelo

Abuelo
Photo by Zahra Amiri / Unsplash

De pequeño pensaba que los zeppelines eran almas de difuntos que iban camino del cielo, y se arrancaba los botones negros que alguien le había cosido en su camisa en señal de luto por el fallecimiento de su abuelo. Cuando su hermana recogía la fruta que había caído al camino, fuera del cerrado de la huerta, él la echaba de nuevo al camino para que la recogiera cualquiera que pasara por allí y que la necesitara.

Aprendió a tocar el acordeón, y luego lo tuvo que vender para comprar a su esposa una máquina de coser. Esa esposa con la que se casó en contra de su familia, bajo el sólido argumento de «miña nai, quen vai durmir con ela vou ser eu, non usted».

Aunque fue poco a la escuela, siempre se le dieron bien los números. No tanto las letras. Y de tanto hablar sólo gallego con gheada, cuando hablaba castellano seguía pronunciando las «g» como «j».

En la mili se hartó de comer lentejas. Dos años comiendo lentejas. Comió tantas lentejas que nunca dejó de mirarlas con recelo. Y en la mili aprendió a conducir. Cosa que nunca dejó de hacer ya por el resto de su vida.

Conducir fue su profesión. Transportaba mercancías en «El Ideal Gallego». Cuando su corazón, que era demasiado grande para el sitio que tenía, empezó a mostrar signos de debilidad, dejó las mercancías y pasó a conducir autobuses hasta que se jubiló.

Se jubiló pero no para descansar. Se jubiló después de años de trabajar jornadas interminables y cuidó de sus nietos. Durante años nos dio el desayuno, lavó las tazas, nos llevó al colegio, nos fue a buscar, fregó los platos después de comer, nos volvió a llevar al colegio y  nos fue a recoger de nuevo a la salida de clase. Y nos llevó en nuestro primer viaje en tren. Y  nos llevó a las ferias, a Villalba, a Betanzos, a San Froilán, sitios donde nos desesperábamos porque a cada dos pasos se paraba a hablar con alguien que había conocido trabajando, o que era miembro de su extensa familia. Y nos dio siempre, sin dudarlo un instante, todo aquello que necesitamos.

Y sobre todo nos quiso. Nos quiso mucho. Nos mimó. Nos hizo sonreír. Nos ayudó a ser felices, aunque a veces, en su momento, no lo hayamos entendido. Mi abuelo no era un hombre culto. Pero era inteligente. Y paciente. Y cariñoso. Y siempre tenía una historia que contar. Y hablaba con todo el mundo. Y casi, casi, casi nunca se enfadaba. Y hacía mil chapuzas todos los días. Arreglaba lavadoras, flotadores de depósitos, hacía cucharas, espumaderas, cestos con cintas de atar los palés de ladrillo, le ponía motores de lavadoras a cualquier invento… Hacía camas, pasaba la escoba, limpiaba el polvo, fregaba el suelo, cualquier cosa de casa menos planchar o cocinar. Y nos hacía reír.

Hoy hace ya once años que no está con nosotros. Y sigue siendo difícil vivir sin él. Y siempre pienso que me faltó un poquito de tiempo para estar a su lado. Para darle las gracias por habernos dedicado su vida. Para pedirle perdón por no haber sabido valorar en su momento todo el amor que nos dio. Para devolvérselo con creces. Para darle todos los abrazos que se nos quedaron en el tintero.

Allá donde estés: te quiero. Y te echo mucho de menos.

Comentarios (recuperados del anterior wordpress)

Verónica Niebla en 8 Enero, 2012 en 15:35 dijo:

Ojalá todos pudiésemos tener recuerdos tan entrañables y bonitos de nuestros abuelos. La verdad, que lo que has escrito es precioso.