Cambiando de estado civil en 3,2,1...

Cuando hace 17 años mi madre me buscó unas clases particulares de verano para recuperar Matemáticas y Física, no hubiera imaginado lo que iban a cambiar mi vida esas tardes interminables de agosto.

Ese profesor serio, implacable, que me ponía millones de ejercicios para el día siguiente y que no me permitía ni un despiste, al que no le importaba que la hora de finalizar la clase se hubiera terminado 50 minutos antes; ese que me decía, cuando yo me quejaba de tanto ejercicio matemático, que no sabía lo duro que era estudiar para exámenes de Estructuras que duraban 8 horas y que luego por las noches se dedicaba a procrastinar en lugar de estudiar; ese que me decía «piensa Tania, piensa» cuando yo no sabía que responder ante una de sus preguntas (porque estaba tan cansada que ya no sabía ni si tenía neuronas); ese que me escribía en la libreta «Houston, we have a problem» cuando la cagaba de verdad en un problema; ese que cuando yo contestaba «Si» (aunque fuera «No» porque ya me quería ir) a su pregunta «¿lo has entendido?» me decía «pues entonces explícamelo» y al que entonces me daban ganas de retorcer el pescuezo, será mi marido dentro de un mes justito.

He de decir que en medio de mis instintos asesinos hacia él, descubrí que era muy fácil despistarlo llevándole alguno de mis poemas para que los leyera. Y hasta él me dejaba leer alguno de los suyos. Y al final hasta nos caímos tan bien que nos seguimos escribiendo durante una temporada. Pero por aquel entonces él estaba enfadado con el mundo y a mi me estaba gustando mucho descubrirlo, así que dejamos de escribirnos.

Pasados los años, en un asfixiante y pegajoso día de verano, nos encontramos en el supermercado. Comprando helados. Nos contamos la vida resumida en unos minutos. Que si él seguía escribiendo, que si yo ya no, que pruebes a hacerte un blog, que sí, que no, venga que me tengo que ir, chao, chao. A los 10 minutos nos volvimos a encontrar en la calle y alguno llegó a casa con los helados derretidos.

Desde ahí nos perdimos más o menos la pista. A ratos nos escribíamos correos, a ratos nos seguíamos por los blogs, a ratos no sabíamos nada el uno del otro. Hasta que un día, por puro afán de cotilleo me hice una cuenta en el facebook. Y al poco tiempo me llegó su solicitud de amistad. Y ya nunca nos volvimos a perder. Durante un tiempo él fue mi paño de lágrimas, el refugio de una mierda de tempestad en la que nunca me querría haber visto. Y siempre estaba ahí. Daba igual la hora o el momento, no hubo una sola vez que no tuviera unos minutos para hablar conmigo y reconfortarme. Y hacerme reír. Y pasear bajo cuatro gotas de lluvia (lo de cuatro es un decir). Esa lluvia que nos acompañó en nuestra primera cita, cuando el paraguas se convirtió de pronto en un arma de destrucción masiva.

Nuestra vida ha cambiado mucho desde entonces. Nunca creímos que independizarnos significaría hacer la mudanza para vivir a 600 km de casa, pero aquí estamos, echando de menos lo de allí, muy felices con lo de aquí… y a un mes de casarnos!